domingo, 26 de julio de 2009

RELATO DE LOS POETAS CONCUPISCENTES

Aquella tarde fue lírica desde las siete.
Todos habíamos visto "El club de los poetas muertos",nos reunimos llenos de entusiasmo.
Manuel apareció con una vieja pipa de su padre que le obligaba a escupir con frecuencia.
Lorenzo había recortado su barba híspida al estilo de los escritores del Renacimiento. Creía parecerse a Mariano José de Larra en aquella foto cursi del libro de Literatura.
Paco lucía una coleta, sujeta con una goma multicolor que le robó a su hermana pequeña.
Aunque lo más espectacular era el atuendo de Agustín. Se había procurado una "chalina" de terciopelo, la lucía con orgullo. En su cabeza la boina "carlista" de su abuelo, sobre las alpargatas, unos "botines" grises que lucía en ocasiones su padre que era un antiguo.
En lo que a mí respecta no había tenido tiempo para mucho, me pasé buena parte del día intentando encontrar unas fotos lascivas que descubrí una noche encima de un armario.
Alguien las había cambiado de sitio. Pensé en mi padrastro. Imposible. El siempre tan elegante y serio.
Mi madre mucho menos, las madres no miran esas cosas. (Mi superación del complejo de Edipo hacía cuanto podía.)
Mi hermana Elena tenía novio, a lo mejor...
Bueno, el caso es que no estaban, yo tenía urgencia por verlas.
Era bien entrada la tarde cuando desistí, elegí en el último momento una boquilla rota de marfil y unos guantes.
Nos sentamos en la habitación que llamábamos "estudio".
Agustín fue el primero en hablar. Se levantó, sacando unos papeles del bolsillo inició el más largo, pesado, reiterativo y almibarado poema que había oído jamás.
Se sentó con lágrimas en los ojos, simuló sacarse una mota del pantalón a lo Lord Byron.
Yo le había robado una carta de amor a mi hermana Teresa, la leí sin ningún escrúpulo. Era de cuando tuvo un novio argentino que escribía como quien baila un tango.
Quedamos en silencio.
Luego fue Manuel, recitó con su voz grave, lo que pretendía ser un soneto. Catorce versos pasan pronto.
Le siguió Lorenzo. Se rascó la barba e inició un relato trágico-lúdico sobre una niña ciega, huérfana, con un hermano tísico en el hospital, pobre y sola en la vida. La habían violado y como era ciega no podía reconocer a su violador como no fuera por el tacto. Además había quedado embarazada y tuvo un hijo, también ciego, que no sobrevivió al parto.
Luego su hermano tísico se volvió loco de dolor y más tísico todavía.
El relato terminaba con la detención del violador a manos de un policía también ciego pero honrado que se llevaba a la niña ciego-huérfana-de-hermano-tísico-en-el-hospital hasta los montes de Ubeda donde la redimía, la violaba a su vez y luego se la comía en un acto irrefrenable de antropofagia.
Mi madre tenía una hermana monja que venía a casa por Navidad. Una vez me contó mi abuela cuál fue el motivo de su santa vocación. De muy joven se enamoró de un ferroviario que hacía la línea de Puigcerdá y, aunque la esposa de él se opuso a la relación, los amantes siguieron contra viento y marea. Huyeron juntos una mañana de enero hasta un pueblo de la provincia de Albacete. Allí ella recibió la noticia de que los siete hijos de su ferroviario se habían suicidado al quedarse sin padre, solos, hambrientos e intransigentes. Fue cuando le llegó la vocación. Se retiró a un convento de las clarisas mientras su amante, arrepentido, se reconciliaba con la Renfe. Lo conté para ganar tiempo, era una historia tierna y hermosa que nos emocionó a todos.
Paco se levantó, nos miró, sacando del bolsillo del pantalón las fotos que tanto busqué, las fue repartiendo, al tiempo que entonaba una cancioncilla monótona.
Agustín se sentó al piano e inició "La Comparsita". De hecho él nunca tenía ganas.
Fue la paja colectivo-musical más fastuosa que recuerdo.
Mi madre mandó repintar las paredes unos días después.

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