jueves, 23 de julio de 2009

DONDE LA CIUDAD PIERDE SU NOMBRE….

(Este título no es mío, lo sé, pido disculpas, pero le va bien.)

-¿Subes? – dijo. Y sus ojos eran como dos cucharadas grandes de mermelada de albaricoque. Además estaba la forma en cómo me miraba. Deduje que quería decir algo así como: “Ahora subes, luego bajamos juntos, me invitas a comer y después me llevas a tu casa para enseñarme unos discos antiguos, una vez allí buscamos el sofá y pasamos el resto de la tarde follando como locos”. Así que subí aunque no era el autobús que en principio yo esperaba. Tenía una figura deliciosa y el autobús estaba lleno. Olía a algo así como a “lavanda” pero mezclada con algo de menta y de frambuesa. El vehículo tenía vaivenes y oscilaciones nunca mejor llegadas. Recé para que el camino continuara siendo sinuoso. Conté unas siete paradas antes de me pidiera paso para bajar, se lo cedí y descendí tras ella. El bus se alejó y ya iba a decirle algo cuando girándose brevemente hacia mí, exclamó: “-Bueno, adiós.- Un chico mucho más joven que yo, más alto y podría decirse que incluso más guapo, apareció de pronto como por arte de magia.
Ella se colgó de su cuello y dieron dos o tres vueltas como en el circo. Luego un envidiable beso de tornillo y se alejaron corriendo como si fueran felices. Miré a mi alrededor algo desconcertado preguntándome dónde demonios estaría. La calle terminaba justo donde yo estaba. A mi espalda algo que parecía ser campo, con tierra, piedras y hasta hierba, algo mustia, eso sí. Súbitamente un autobús polvoriento se paró a mi lado y abrió la puerta automática del conductor. Este se inclinó hacia mí y con voz gangosa me gritó: -¡Cocheras¡, no hay servicio.- Luego quizás comprendiendo la tristeza de mi mirada, añadió: -Próximo servicio a las cinco.- Y arrancó dejándome en la duda de qué hora era. Miré mi reloj, las manecillas señalaban justo la una y diez.

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