jueves, 7 de mayo de 2009

TESTIGO DE CARGO

Cuando la llamaron al estrado. la señora Duncan, ostentaba una falda minúscula y dos muslos blancos dignos de la Grecia antigua. Los miembros del jurado, casi todos hombres como es natural, se esforzaron en mantener la vista en un paralelo correcto, a media altura por decir algo. Pero en la media altura sus ojos les llevaban inexorablemente hacia el generoso escote de la señora Duncan, escote que enmarcaba con orgullo, el inicio de dos senos como dos sagrarios.El interrogatorio, como de costumbre, no aportó nada substancial sobre el caso, incluso la más viperina de la prensa, lo tildó de innecesario, pero el letrado se reservó el derecho de volver a interrogar a la testigo más adelante, hecho que satisfizo a los gestos de la mayoría del jurado.Pero el destino es impredecible, a veces incluso cruel. Al descender del estrado la señora Duncan, quizás debido a su altura y a la estreñez de su falda corta, quizás debido al lógico nerviosismo del momento, puso el tacón de su zapato, alto y sibilino , donde no debía. Ella, su faldita, sus muslos y su escote, se desparramaron generosamente por los dos peldaños de la breve escalerita que unía el suelo de mármol de la sala con el estrado de los testigos. Cuando se la llevaron y limpiaron cuidadosamente la sangre y los restos, el juicio continuó. Más tarde el acusado, lógicamente, fue declarado culpable.

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