jueves, 7 de mayo de 2009

EL OFICINISTA

Erase que se era una vez:un hombre solo que cruzó la calzada de aquella gran ciudad, se detuvo ante el paso de peatones, esperó y sin prisas cruzó al otro lado.Siguió andando sin fijarse demasiado. Al pisar la tierra más blanda de un pequeño parque, miró distraído a unos niños cerca de un columpio, a un perro color canela que jugaba con otro perro y a dos ancianas sentadas en un banco de madera.Más adelante, las calles se distraían unas a otras estrechándose entre las casas y abrazándose sin pudorUn portal envejecido le permitió entrar sin ninguna queja.Subió con la mano cerca de la barandilla sin apenas rozarla. Era una barandilla de hierro con ojos de alabastro.En el tercer rellano se detuvo, buscó cómo llamar y esperó.Una mirada sobresalió de una bata de franela y dos pestañas algo pasadas de moda le miraron interrogantes.Sin mediar palabra sacó el hombre un afilado cuchillo de cocina y asestó dos certeras puñaladas. La mujer de las pestañas cayó de espaldas con un ruido sordo.El hombre cerró la puerta con suavidad y sin prisas regresó por donde había venido.Otra vez las calles, el parque infantil, los dos perros color canela.Con un gesto lento miró el hombre su reloj de pulsera y apresuró el paso. No debía llegar tarde a la oficina, él siempre era puntual.

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