domingo, 4 de octubre de 2009

LA CENA

El primer plato estuvo bien, presagiaba un ágape de alta gastronomía. Unas fuentes cuadradas, de diseño, albergaban minúsculos montoncitos de sabores variados y exóticos. Una sidra, recién importada de Bretaña, se podía paladear al unísono que pequeñas y deliciosas ostras normandas. Detrás de cada comensal, un camarero diligente atendía el menor capricho o la más sutil demanda. La luz era matizada y la música suave y lejana. Se podía hablar entre bocado y bocado. La mesa, algo estrecha, se alargaba casi tanto como el salón. Lucía un mantel de encaje, años veinte.
A mi izquierda, una mujer entrada en años, sorbía más que comía, con una mirada nostálgica. Un “rimel” travieso se entretenía entre el borde de su ojo izquierdo y la comisura de una boca rojo cardenalicio. Vestía una blusa de encaje “ochocentista” y, por supuesto, un largo collar de perlas de once vueltas.
A mi derecha, una mujer con poco apetito, explicaba con toda suerte de detalles su última operación estética. Al parecer, su cirujano, famoso entre los famosos, tiró demasiado de su pecho izquierdo y ahora estaban ambos en diferente y espectacular desnivel. Sufría “horrorosas” molestias a la hora de abrocharse el sujetador.
Frente a mi, afortunadamente, un agradable pelo castaño, enmarcaba un rostro joven y sensual. Sus ojos se levantaban de vez en cuando y me miraban, yo diría que con cierta malicia. Tenía unos labios donde el deseo se quedaría a vivir para siempre y, lo que se podía apreciar de su figura, era para miles de deseos suplementarios. Un amplio escote, además, sugería delicias inconfesables. A su lado, el que debía ser su marido o amante oficial. De uniforme impecable, militar condecorado, degustaba cada bocado mirando al frente. Un bigotillo de derechas aportaba marcialidad y severidad a su estampa. Deduje que era su pareja porque, al lado contrario, masticaba con devoción un cura salesiano de ojos saltones. A su lado, cerca del plato, un breviario de tapas negras y relucientes, afirmaba su religiosidad.
El resto de comensales se diluían a lo largo de la mesa, a ambos lados. Algunos con levita negra, ellas de “tiros largos”. Al fondo, presidían los anfitriones con mirada satisfecha.
También algún candelabro, aquí y allá, nos contemplaba con aires de suficiencia.
El techo era alto, más o menos blanco. Unos ángeles de yeso se agarraban en las esquinas en un equilibrio arquitectónico.
Íbamos ya por el pescado cuando ocurrió.
Ligeramente primero y con suave insistencia después, note un roce inesperado entre mis dos piernas. Me separé instintivamente y levanté la vista. El pelo castaño me estaba mirando. Afirmaría que con intención. Luego siguió comiendo.
Moví mis pies en círculo, por debajo de la mesa, quizás un perro o un gato andarían por allí. Nada.
Volví a mi pescado y a mi postura anterior.
Una costumbre extendida, llegada tal vez de Francia o del Japón, era la de degustar un sorbete de algo, entre el plato de pescado y la carne. Lo sirvieron y lo sorbí. Sabía a melón con chocolate pero refrescaba.
Llegó la carne, en alargadas bandejas plateadas.
Venía aderezada con almejas, ciruelas y trocitos de turrón, una especialidad de la casa. No estaba mal salvo que no sabía a carne, más bien era como un mantecado de vainilla y mejillones.
Fue en el tercer o cuarto bocado cuando volvió a ocurrir. Esta vez no me moví y levanté los ojos con disimulo. Juraría que ella desvió la mirada en cuanto le llegó la mía.
El rocé ya era algo más. Una presión digital y sabia estaba demoliendo mi honestidad. A hurtadillas pude
apreciar una malla negra y parte de un pie consiguiendo bajar, inexplicablemente, la cremallera hasta casi la mitad. Hay habilidades dignas de encomio. Tapé con parte del mantel y mi servilleta cuanto ocurría en mi otra mitad e intenté seguir con el turrón como si nada. No era fácil, la habilidad del pie rayaba lo sublime y contrariamente a mi severidad mental, mi miembro erecto asomaba sin tramas y clamaba en el desierto. Casi me atraganté un par de veces por la celeridad y lo contumaz del avance pedestre. Estaba además la mirada maliciosa del otro lado de la mesa. Parecía decir: -“Ya verás ahora,...¡”- Y el pie cumplía.
Estábamos a mitad de una “macedonia” de frutas exóticas cuando ante mi sorpresa la chica murmuró algo al oído de su marido y lanzándome una última mirada, se levantó. Intenté hacer lo mismo en un alarde de cortesía, por aquello de que “cuando una dama se levanta...etc.” pero el pie no me dejó.

1 comentario:

  1. JA, JA, JA. El pie no era femenino, al menos no totalmente. Isabel

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