domingo, 9 de agosto de 2009

SUBLIME SACRIFICIO

Existían en el pueblo dos evidentes sacrilegios aceptados por todos.
Uno, el cura, un irlandés venido a menos, joven, de buen ver y que era un incontinente casposo. Él y cinco o seis chiquillos de distintas casas del pueblo eran los únicos pelirrojos de toda la región. El otro, un cristo de caoba al que le faltaban las dos manos y que se sostenía por el simple hecho de tener los pies clavados y la nuca apoyada en la madera, quizás algo de pegamento en la espalda. Debido a su mutilación, como es lógico, nadie le rezaba.
Aquel día me detuve frente a la vetusta puerta de la iglesia. Estaba cerrada, pero una monja tenue parecía aguardar al lado de un maletón negro como el diablo. Curioso me acerqué. Era una monja joven, de hábito cabeza-tobillos, muy blanca, como de cera virgen, bueno como de cera. Sin darme tiempo a hablar, explicó:
- Estoy esperando al reverendo señor párroco. Ay, perdóneme, no le he saludado, buenas tardes en el Señor, soy sor María Ángeles de los Hábitos Eternos. –
- Hola- contesté y añadí: -parece que va a llover-
Me sonrió levemente en un perdón comprensivo y prosiguió:
- Me han destinado a esta diócesis para coadyuvar a los trabajos de apostolado del reverendo padre de esta comunidad.
- Sí, contesté.- Los trabajos del señor párroco suelen ser muy coadyuvantes...-
Otra sonrisa, esta vez aún más leve, comprensiva y piadosa.
A los pocos días la iglesia relucía por los cuatro costados. El cristo de caoba apareció blanco y brillante, pasando del marrón rojizo a un marfil añoso y quizás auténtico. Seguía manco, eso sí, pero quedaba como más asequible al rezo. Don Esperalbo, el párroco irlandés, lucía mejores dientes y se peinaba con la raya hecha con tiralíneas.
Decreció el número de embarazos y, en los confesionarios, largas colas aceptaban galletitas calientes que repartía la monjita con la mejor de sus sonrisas.
La pulcritud de la iglesia empezó a contagiar a las añejas casas que volvieron poco a poco a renacer con sus colores originales. Los sábados por la tarde se repartía chocolate con churros antes del rosario y los domingos gambas saladas al salir de misa.
Los niños ya no se meaban en las esquinas y más de un masturbador compulsivo, aplazó sus actividades para los días quince de cada mes.
La señora del boticario, doña Remedios, adquirió una peineta de alabastro verde, la más cara, que casi sujetaba del todo el largo velo de encaje negro que lucía en su comunión diaria.
Hasta el alcalde, ateo practicante, se quitaba la boina en cuanto se cruzaba con la monjita cuando ésta acudía a aprovisionarse de velas, víveres y cosas así. Atalfo, dueño del bar, empezó a regañar a sus clientes si bebían demasiado a pesar de que esto iba en contra de sus intereses.
Por donde pasaba sor María Ángeles de los Hábitos Eternos se iban sublimando, casas, caballerizas, corrales y habitantes, incluso alguno levitaba.
Pero como cada año llegaron las fiestas del pueblo. Eran unas semanas de desenfreno e inocentes orgías etílicas, mejor dicho, habían sido porque aquel año el pregón corrió a cargo de la monjita que lo sustituyó por un colectivo y piadoso rosario, misterios de gozo, eso sí.
En vez de ahorcar a una cabra en el campanario de la iglesia, como se venía haciendo desde tiempo inmemorial, se montó un participativo “via-crucis” que iba desde el Ayuntamiento hasta la puerta del cementerio, claro. Una vez allí se entonaba una Salve y tres padrenuestros. El baile en la plaza mayor, a la anochecida, se reemplazó por un concierto de música sacra, derramado desde un “casette” que cedió el Comité de Fiestas y Festejos.
La devoción, fervor y religiosidad siguió una semana más extendiéndose y agravándose cada día que pasaba. Los campos desfallecieron y las alcachofas, orgullo milenario y tradicional, pendían agostándose por falta de cuidados. Los tomates y los pimientos gritaban indefensos desde sus ramas, sin que nadie les hiciera caso y ocurrió lo que tenía que ocurrir. Era inevitable, ineludible, previsible,casi pronosticable.
Un domingo, después de misa, la muchedumbre se arremolinó alrededor de sor María Ángeles y presa de un delirio místico y entusiasta, a pesar de las recatadas protestas de la monjita, la izó en vilo y la llevó en fervorosa procesión hasta el altar mayor. La subió a un lado del reluciente sagrario y, como quiera que algo asustada pretendía saltar, alguien le pegó un tiro y la reclinó como se acuna a un niño. Sigue allí, con las manos juntas en actitud invocante y fervorosa, la cabeza inclinada como Santa Teresa y sostenida por una vara que le cruza los hábitos por la espalda. Los viernes se le reza un rosario y se le encienden unas velas.
Lo demás, poco a poco, fue recobrando su normalidad y los expotadores de hortalizas
su natural ingenio.
El pueblo fue declarado "patrimonio de la humanidad",

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